Sunday, January 30, 2005

3. Enric

3.- Enric

El día del trabajo decidí parecer especialmente tranquilo. Intenté darme esa soltura cínica del profesional mientras me tomaba aquel café.
Nunca he vivido en una misma casa durante mucho tiempo ni he tenido un trabajo estable, pero tampoco he sido siempre tan estrictamente pobre. Al menos, antes me estimaba lo suficiente a mi mismo como para empezar el día con un café y no con una cerveza. Ahora ese recuerdo me pareció ajeno. De una vida anterior, como mucho, o como si todo eso hubiese sucedido en un sueño con una playa al fondo.
Yo mismo hacía el café para Súle, para Lluís y para mí y lo ponía en una cantimplora que bebíamos sentados sobre los rompeolas. Teníamos todo el tiempo del mundo para nosotros, y nos alegrábamos de tener incluso nuestras complicaciones, porque eso significaba que podíamos caer más hondo, que teníamos interés por seguir hacia delante. Súle se quejaba por la arena, y a veces añoraba otras tierras y tocaba la guitarra. Lluís era un pistolero del extraño oeste, y por supuesto actuaba en todo momento como tal. Yo les decía que la vida estaba para follar y beber, así que también interpretaba bastante bien mi papel de sátiro en el grupo.
En esa época me sentía como una especie de sacerdote impetuoso, utilizando mis dones como si me los hubiera otorgado un dios del caos que no estuviera conforme con las leyes físicas inamovibles de este mundo. Las balas de Lluís silbaban letales y las pocas veces que él no acertaba a su objetivo yo hacía que el objetivo acertara a ponerse en la trayectoria de la bala. Éramos un equipo, y nos sentíamos llenos.
Ahora, mientras sorbía el café en la taberna llamada Mestral, eché de menos ese sabor a brisa marina de Formentera. Los chicos malos de la taberna acababan de entrar cuando me terminé la taza. Reconocí a Kamova, el redcap de los tics nerviosos, y ambos nos dedicamos nuestras miradas de desafío. Volvió la cabeza enseguida, antes de que el resto de la banda reparará en mí. No creo que tuviese miedo de mí en aquella ocasión, pero dejó nuestra afrenta para otro día. Tal como me enteré mas tarde, no le convenía arriesgarse a perder otro partido.
Si uno se fijaba lo suficiente, cualquiera podía advertir que aquel personaje voraz, no más fuerte pero sí más carismático que el resto de los redcaps, se encontraba algo incomodo en su propio caminar. Parecía como si estuviera comenzando a perder la confianza en sí mismo. Sus hermanos de batalla aún se reían estúpidamente con él y le seguían, pero temía que esa debilidad que había comenzado a brotarle se hiciera demasiado visible. Recorrieron la barra con la mirada, supuse que buscando a su juguete favorito, pero la liebre no estaba, y se vieron limitados y obligados al fanfarroneo más estúpido.
Morwen, la camarera vampírica estrella del local, estaba allí cerca, leyendo con entusiasmo un libro. Bueno, supongo que eso no es normal. Cuando pienso en obreros, me los imagino con los pantalones medio bajados, y cuando pienso en políticos sólo se me ocurren seres programados para hacerse fotos con el ceño fruncido. Pero si la camarera se alimentaba de sangre por las noches antes de dormir en el ataúd, supongo que el hecho de que leyera se convertía en un detalle menor.
Me levanté de la mesa y me acerqué a la barra.
¾Salud ¾dijo con una sonrisa sincera y pícara.
Yo solía dar los buenos días con un buen eructo mañanero cuando de verdad me sentía bien allá en la muy lejana Formentera. Súle, que pese a todo no había nacido para vivir de okupa, me solía contestar “Jesús”. Todos reíamos un poco por dentro, y recuperábamos nuestra estresante actividad de no hacer nada allí donde la dejamos el día anterior.
Yo la saludé reteniendo la bolsa de aire en mi garganta, pero por extraño que pareciese, a Dephro el sátiro no se le ocurría nada para comenzar una conversación coherente. Siempre me he considerado un camelador, un poeta recurrente, pero por lo visto con las vampiras mi magia perdía cualquier crédito.
Me hizo una señal, y entré sólo hacia la trastienda oscura. De nuevo, el cuarto me pareció lleno de humo e intriga, como uno de esos despachos mugrientos con una mesa llena de papeles y un flexo de los detectives de los años treinta. Enric descansaba en una butaca oculta en un rincón, y me lanzó una mirada infalible. Me hubiera gustado saber lo que de verdad pasaba por la mente de aquel nocker. De hecho, durante toda la siguiente semana me seguí preguntando qué pasó por la mente de aquel ser cuando yo entré y él me metía ciento cincuenta euros en el bolsillo. No me preguntó de nuevo si yo estaba preparado, y las explicaciones fueron de nuevo sorprendentemente mínimas. Me preguntó si quería algún arma, y yo le respondí que tal vez algo de suerte. Tal como yo esperaba, él no tenía nada de suerte en los bolsillos, y me tuve que conformar con respirar varias veces para conseguirme de forma gratuita algo de paz interior.
Yo bebía rondar alrededor de él cuando ambos entráramos en Benimaclet, presumiblemente de incógnito, y ser su ángel de la guarda hasta que él llegara a una sala de la ciudadela. Allí él dialogaría, o realizaría las acciones que debiera realizar, para después volver por donde vinimos.
Debí decirle entonces que en mi extenso currículo no figuraba el de guardaespaldas, pero por supuesto él ya se lo figuraba. Una vez ayudé a Lluís a dar caza a un hombre lobo, y otra lo rescaté un segundo antes de que un grupo de magos lo convirtieran en Esencia mágica. Esto en cambio era algo diferente. Creí que Enric debía saberlo, pero no tuve el coraje de decírselo.
Fuimos caminando hacia Benimaclet. Cuando llegamos a las vías del tranvía, y por fin a la parada, él dijo que nos esperábamos, y así hicimos. Cuando llegó la máquina y paró delante de nosotros, descargó a la mayor parte de los mancebos estudiantiles, y nosotros nos dejamos llevar por esa corriente humana. Eran las cinco de la tarde, pero el cielo parecía empezar a oscurecerse y a refrescar como si fuera mucho mas tarde. Bajé la mirada bajé los escalones con Enric, concienciado ya de que no podía mirarlo directamente a la cara. No nos conocíamos de nada. Él debía saber que seguramente yo podría haberle hablado, pero eso no hubiera cambiado nada. Cuando una persona actúa de guardaespaldas, el que se lo va a cargar lo suele saber. Los salvaguardias de paisano listos saben que no podrán parar el tiro desde cualquier ángulo, y saben que han de contar con que el asesino les conoce. Sabe que estás ahí. “Pero piénsatelo dos veces antes de apretar el gatillo. ¿De verdad vale la pena? Yo también voy a saber quién eres. Lo tengo todo controlado. E incluso cuento con que dispares, por que entonces tendré alguna excusa para joderte. Si crees que, pese a todo, habrá valido la pena, yo te enseñaré que te has equivocado de víctima, o que tu jefe se tiraba a tu mujer. Y si no, lo haré yo mismo. No vayas a creerte que eres el único que naciste sin escrúpulos.”
No teníamos billetes, así pensé que Enric iba a hechizar al agente de metro al lado de las puertas automáticas de acceso a los andenes, pero creo que no lo hizo. Desde luego, de hacerlo fue mucho más sutil que yo a la hora de forzar la suerte, pero desde mi punto de vista, la mayoría de funcionarios carecen de verdadero interés como para fijarse en la gente que se cuela en puertas automáticas. Una vez abajo, el metro tardó alrededor de un minuto en llegar, y nosotros hicimos nuestra interpretación individual acerca de cómo perder un tren de la forma correcta. Entonces nos dirigimos al túnel pese a la gente del otro lado del apeadero, y de nuevo confié en la oscuridad y en mi sortilegio de “ojos velados” para que nadie, ni siquiera Enric, reparase más en mí.
El portal se abrió cuando debía abrirse, y él fue el primero que entró. Yo podría haber salido corriendo de aquel lugar con mi dinero en el bolsillo, pero entré tras él.

Lluís, el pistolero cuya pistola reposaba ahora en mi mochila, era un nocker. Era tan nocker como Enric, lo cual se me antojaba ahora una gilipollez. Hacía mucho tiempo que no pensaba en él intencionadamente, y así hubiera seguido siendo de no ser por Siringa.
Viento sobre la arena de playa.
Bolsas blancas de plástico que danzan al son de ese viento, que parece no parar de susurrar en los recovecos de la tierra. Que esparce un poco más de la brisa marina a la que habíamos dado forma de sueños tantas veces. Pero él ya no estaba. Y la brisa ahora soplaba igual y diferente a como lo hacía antes.
¿Porqué hay tantas comparaciones para reflejar lo vacío que se siente uno en estas ocasiones?

El mercado en la periferia apareció de nuevo a nuestro alrededor. Esta vez alguien entró muy pocos segundos después de que lo hiciera yo, y tuve que apartarme para que no me adelantara por encima. Por supuesto, el ojos velados surtía efecto, y yo no hubiera tenido ningún derecho de quejarme de la falta de consideración de la gente que me rodeaba. Bien pensado, tampoco me hubiera ofrecido nadie ninguna manzana para que la probara aunque pudieran percibirme, así que la falta de consideración era mutua. Le dediqué algún que otro insulto mentalmente y seguí adelante.
Caminamos deprisa hacia la ciudadela. Si alguien se había fijado en nosotros, yo no conseguí distinguirlo. La calle acababa en una plazoleta presidida por la puerta real, que se alzaba aparentemente unos cinco o seis metros. Algo relacionado con la percepción y las dimensiones de la realidad me hizo entender que en realidad se trataba de toda una filigrana quimérica más que real, pero tampoco me entretuve más tiempo allí. Había gente por todos lados. Gente que hacía cosas, que vendía que gritaba o que simplemente parecía dedicarse a hacerme mi tarea más difícil. Vi a alguien potencialmente peligroso, haciendo malabarismos con cuchillos. Si uno de aquellos cuchillos hubiera salido despedido hacia Enric, yo lo habría desviado de una docena de formas posibles. Tal vez incluso habría podido hacer que aquel malabarista nunca lo hubiera arrojado. Entonces vi a Siringa.
¾¡Dephro!¾sonó alegremente esa vocecilla.
Existe una reacción muy humana mediante la cual si un sujeto pronuncia el nombre de otro de una forma lo suficientemente cómplice, el sujeto nominado no puede hacer otra cosa que sonreírle a modo de saludo. Aquella voz fue tan femenina y tan familiar que no pude dejar de girarme hacia ella. Me giré de nuevo hacia la multitud, y durante unos instantes no encontré a nadie. Tampoco encontré aire respirable.
En aquel momento sonó el disparo, y yo me revolví entre la multitud como la peor bestia quimérica creada o por crear, pero antes de que yo llegue, suenan dos disparos más. Cuando llegué a donde él estaba, tan solo vi un cuerpo que parecía haber decidido echarse una siesta sin pensárselo dos veces.
Debía de ser eso. Las manchas rojas en su pecho y costado deberían haber sido vino, o keptchup o sangre de otra persona.
No me agaché hacia él. No hubo últimas palabras. No hubo parlamento de pacificación. Tampoco hubo una pena real.
Tan solo aquella bala que ni siquiera alteró el volumen de la masa de gente que hacía cosas, que vendía que gritaba o que simplemente parecía dedicarse a hacerme mi tarea más difícil.
Enric descansaba a pocos pasos de la puerta de la ciudadela, con los ojos abiertos. Con los ojos de Lluís, abiertos en una mirada solemne. Enric tenía los ojos de Lluís.
Salí de aquel lugar. De nuevo me sentí ajeno a todo. Un poco más vacío de lo normal. De haber habido agentes de servicio, me habrían tenido que identificar o bloquear el paso, pero no los había y de haberlos no hubieran podido retener a la veintena de changelings que comenzaban a desalojar el local.

Hace mucho tiempo, a algún artesano sobresaliente de la época se le ocurrió crear una joya. Las historias discrepan entre sí, y algunos dicen que se trataba de un artefacto. Como el científico era más amigo de los consumidos clientes del Mestral que de ningún otro feudo, el objeto reposó durante algún tiempo en aquel lugar, y el Señor de entonces le dio un nombre propio, la Presea, y decidió convertirlo en un símbolo.
En aquella época los interesados y los belicistas de los feudos de Valencia no habían encontrado ninguna excusa para descargar las tensiones entre sí, pero cuando el gobernante del Mestral murió, a alguien se le ocurrió la brillante idea de hacer un traspaso de bienes, y la Presea fue a parar a las manos de la aristocracia de Benimaclet.
Hubieron guerras, claro está, y todos se pudieron odiar y matar en paz sin que nadie se hiciera profundas preguntas acerca de los detalles y las causas, y cuando toda esta energía se fue consumiendo, fue la hora de los románticos de la historia. Los que tejieron leyendas a partir de deshilachadas escaramuzas urbanas, y dieron forma a los símbolos para que el Mestral y Benimaclet no pudieran abrazarse sin encontrar alguna espina con la que pincharse.
Los mitos, de la misma manera que el arte, tienen esa característica. Renacen continuamente de sus cenizas porque siempre hay alguien dispuesto a avivar esas llamas.
Por lo que yo sabía, Enric podría haber sido la clave para encontrar una solución más o menos fiable y duradera al conflicto, o podría haber sido un detonante más de aquella vendetta. En todo caso, yo creí en él, y no me cupo ninguna duda de pese a su arrogancia era un hombre bueno, y que los malos debían ser los que le habían dado muerte.
Sin embargo, yo corrí a refugiarme en cualquier parte. No vomité, pero eso me hubiera venido bien. Cuando tras un breve y jadeante alto en el camino resolví que ni el alcohol ni mi amiga María Juana eran una escapatoria muy segura, decidí dirigirme hacia el albergue campista. Saludé solo mentalmente al trabajador temporal de entrada y subí corriendo para encerrarme y pensar.
Había una cosa.
Yo había matado a gente antes. Había catado el dolor moral y físico, y esto no me afectó tanto como pudiera parecer, pero había algo, y yo sabía lo que era. Los ojos de Lluís y los de Enric. No eran los mismos, pero... ¿Cómo explicarlo? Yo sí que lo era. Y pese a todo decidí escapar. “A la mierda”, pensé. “A la mierda con los fantasmas, Lluís, estás muerto ¿recuerdas?”. Nadie respondió. Irónicamente, de haber muerto de una forma normal Lluís habría podido contestar haciendo un enorme esfuerzo, porque mientras el fae es inmortal, los cuerpos que parasita son finitos. Y yo sabía que estaba muerto.
Pocas horas después me preparaba para marcharme. No sabía dónde, pero tenía dinero para comprar un billete hacia el paraíso. Pensé que podría ir hacia el norte, y tal vez comprarme ropa nueva y hacerme una vida. Deshacerme de bolígrafos que no funcionan y tener una vida decente son cosas que nunca se me habían dado demasiado bien.
Alguien llamó con dos nítidos golpes a la puerta, y una voz gélida me llamó desde el otro lado, arrebatándome aquellos sueños. Para entonces yo había recogido mis escasas pertenencias abocadas por la habitación, y me hallaba sentado en el suelo con la espalda en la pared.
¾Sé que estás ahí, Dephro. Abre por favor, soy la camarera de tu bar favorito.
Me quedé un par de segundos en silencio. Por lo visto, mi viaje y mi vida digna iban a tener que posponerse un poco más.





2. Feudo Benimaclet

2. Feudo Benimaclet

Había una vez un pueblo llamado fae. No vivían ni lejos ni cerca, sino en no-lugar llamado Ensueño, y no tenían un cuerpo físico, si no solo una imagen de lo que creían ser.

¿Qué es un changeling?
Señoras, señores, la pregunta es acertada pero no sé si yo sabría contestarles. Yo soy un changeling, pero para que me entiendan, pregúntense ustedes si sabrían explicarme ¿Qué es un ser humano? Algunos dirán que es un ser vivo caracterizado, entre otros rasgos, por su desarrollada inteligencia, su capacidad de hablar, postura erguida sobre sus extremidades inferiores y manos prensiles.
Bien, dado que un changeling es una combinación parasitaria de un hombre y un fae, tenemos ya la mitad de la definición hecha. Y ahora ¿Qué es un fae?
La ciencia habría de flexibilizarse un poco más para poder contemplar nuestra pasta. Hay muchos mundos, más universos y dimensiones aparte de las que creemos conocer, y la mayoría son tan diferentes que no tendríamos a donde acogernos para empezar a compararlos. Los fae eran, y son, los habitantes de una dimensión inmaterial, hecha de algo parecido al pensamiento, solo que más salvaje. Creo que no sería lícito llamarles almas, aunque lo sean de alguna manera. Y no tienen nada que ver con nuestro concepto de fantasmas.
Como ya he perdido la esperanza de hacer científica y creíble mi explicación daré un paso más. Los fae aprendieron un día a cruzar el límite de su dimensión y entrar en la nuestra. Supongo que llegaron también a otros muchos sitios, pero no estoy nada seguro. Tampoco sé si vinieron por que allí donde vivían tenían algún problema, pero son cosas que no importan mucho, ¿verdad? El caso es que llegaron aquí y nos encontraron a los humanos, que a su vez no podían verles por puras cuestiones de percepciones dimensionales. Sin embargo, si que podían destruirles.
Cuestiones de incompatibilidad biológica.
Los humanos, como todos los seres vivos, también tenían su componente metafísico, y habían adquirido la costumbre de clasificar sus ideas según su mundo real. Algún filósofo diría que fue al revés: aprendisteis a ordenar el mundo según vuestras ideas. Y ¡vaya! Resultó que ese aspecto aun naciente de ser humano era algo letal para los fae, hechos de instinto salvaje y pensamiento en estado puro y desbocado.
La solución no se hizo esperar: si no puedes vencer tu enemigo, únete a él. Es irónico, porque hasta entonces, su “enemigo” no había hecho aún nada en su perjuicio. Y entonces, los más valientes de los fae (o los más desesperados, desterrados de su dimensión onírica) comenzaron a dejarse moldear en superficie por los humanos. Aprendieron a adueñarse de sus cuerpos para tomar contacto con el mundo físico, y con unos ojos, oídos y nariz reales, empezaron a sentir el mundo tal como lo hacen los humanos. Algunos pocos, de hecho, prefirieron impregnarse completamente de esa nueva dimensión ordenada y olvidaron lo que eran antes. Yo, como la mayoría de los que vinimos a instalarnos, creo que me quedé en medio de los dos universos solapados.
Con el tiempo los fae, a quien los hombres comenzaban a intuir y a llamar hadas o duendes, aprendimos a dominar de alguna forma las dos existencias. Era divertido. Nos sentíamos como colonos, solo que con un sentimiento de poder y nostalgia multiplicados por el eco dimensional.


Me arranqué de mi cama sin mucha convicción. Si había conseguido conciliar el sueño, este no me había dejado descanso ninguno. Sé que algunos changeling no necesitan dormir, lo que tiene su lógica. Somos seres del ensueño, ¿No? En todo caso, creo que mi cuerpo sí que lo necesita. Tal vez porque añora aquella existencia completamente mortal que nunca tuvo, tal vez por que la carne, al fin y al cabo, es carne y posee todas las debilidades de la carne.
Cerré los ojos con fuerza, y apreté los puños contra ellos, para hacer un poco más nítida mi habitación. No me podía quejar de que aquel espacio estuviera nada mal. Un poco pequeño tal vez, pero no me importaba en absoluto. No encontré nada concreto a lo que atenerme para situar mi incomodidad en aquel cuartucho, pero deduje que tenía que ver con la limpieza, la vacuidad. Tampoco podía llenar la estancia de trastos, ni convertirla en una pocilga aunque hubiera querido, porque no tenía nada con qué hacerlo. Supuse que eso fue lo que me incomodaba.
Aun mareado y con el asunto de mi nuevo trabajo rondándome como la canción del verano, me dispuse a lavarme la cara. De la misma manera que la canción del verano, el tema el tema que me rondaba parecía transmitirme una baga sensación de entusiasmo, pero tan diluida y repetida que no pude evitar confundirla con una indigestión. Me acosté vestido, de manera que no tuve que hacerlo de nuevo por la mañana. Me olí un poco. No importaba, ya me ducharía un poco más adelante. Cogí la mochila gris, bajé y me despedí del chaval que había estado haciendo la guardia en la recepción de la tienda Aventura.
Hoy tenía algo importante que hacer. Seguro que conocen esa sensación de tener algo que hacer: Si uno no tiene tiempo ni para cagar, lo más probable es que haya olvidado esa sensación, pero para mi tener algo que hacer era ya de por sí la motivación para hacerlo.
Feudo Benimaclet, recordé.
Yo sabía que Benimaclet era un barrio de Valencia, tal vez un pueblo que fue absorbido por la ciudad y que hoy, intereses políticos aparte, no conservaba mucho de la esencia de antaño. El Feudo se hallaba en la estación de metro de ese mismo nombre y si la intuición no me fallaba, el Feudo Benimaclet sería, con mucho, el Feudo más bienhallado de los que quedaban en la ciudad. Puede que el mayor de media docena, contando el Feudo Mestral.
Decidí acercarme caminando aun a sabiendas de que tendría que bajar a la estación, y para ello la gente solía pagar. Quería reconocer los alrededores, las salidas y escapatorias, y sobretodo me gustaba estirar las piernas.
Resultó ser el empalme de la línea de metro y la de tranvía (de la misma compañía de transportes) que acercaba aglomerados de jóvenes hasta la universidad, así que cuando llegué dejé que el conglomerado de carne apretada de viajeros estudiantiles me bajara hasta el primer piso por debajo de la calle.


En realidad, era un piso de recepción donde se ubicaba la cabina de control y las puertas automáticas de ticket. La cara oeste de aquel piso era una enorme ventana de cristal donde uno veía todo el andén. No necesité hacer ningún tipo de magia para colarme: me coloqué pegado al que tenía delante y cuando este pasó me deslicé antes de que se cerraran las puertas. Una vez allí, podía bajar a las vías por la izquierda o por la derecha, según fuera a coger el tren que llevaba al este o el oeste, respectivamente. Bajé por la izquierda, aunque no iba a coger ni uno ni otro. Apunté en la memoria que por cada lado existían sendas escaleras automáticas y normales.
Y allí me hallé, rodeado de la gente que regresaba a casa tras una dura mañana de trabajo o estudio. Era una estancia de techo muy alto, como casi todas las estaciones de metro. Miré el panel de luces rojas del andén: el reloj marcaba las 13:41 y debajo parpadeaba un MISLATA ALM 13:43.
El zumbido del tren se intensificó, se condensó en un tren de verdad por la izquierda, paró, y se volvió a ir con todos los que esperaban a esa parte de las vías. Por fortuna, a la otra parte solo había dos o tres personas esperando cuando seguí el rumbo del metro que se había alejado por un oscuro túnel que aun vibraba con la resonancia de motores.
Debía ser rápido y discreto. Intentando no perder la naturalidad, caminé hacia delante por el subterráneo, iluminado al principio, medio iluminado a los pocos pasos, en penumbras antes de los treinta. Me tapé la cara con la máscara que llevaba en la mochila. Un sonido grave, el de un tren que se acercaba delante de mi, me puso sobre aviso. Era la hora de empezar a utilizar mi verdadero talento.
Me tapé los ojos con el antebrazo izquierdo y puse el derecho por encima de la cabeza de modo que esa mano cubriera la oreja izquierda. Me concentré un segundo, y volví a descubrirme.
Seguro que han visto películas donde los magos realizan sus hechizos y sus encantamientos a golpe de varita y palabrería. Es una manera de hacer las cosas. Al final, todo se reduce a un detonante simbólico que desencadena la magia. Por supuesto, ningún gesto entraña el poder en sí. En este caso, yo solo pretendía utilizar el hechizo “ojos velados” sobre mi persona, el mismo con el que se encantan puertas o viviendas (el mismo que ejercía su efecto sobre el Mestral) para que nadie preste atención en ellos. Creo que también podría intentar volverme invisible, como en tantas otras historias, pero nadie la hace. Parecer invisible es mucho menos costoso y procura los mismos resultados.
El tren pasó a escasos metros y ambos nos ignoramos en nuestro camino.
Por otra parte, la máscara con la cara moldeada de un chivo, era en realidad una protección contra otra cosa. Los otros changelings.
Me paré, y escuché. No con los oídos, sino con ese sexto sentido, intentando notar una alerta que no tardó en crecer en mi interior. Me tumbé en el suelo, intentando parecer un mendigo durmiendo y entonces, la puerta del feudo Benimaclet comenzó a abrirse, rezumando una luz tan antigua como el Otro Sol. Con los ojos casi cerrados, y en postura fetal, noté como el portal de paso se abría en algún punto de la acera que yo ya había recorrido. Entonces comprendí: En realidad eran dos portales, uno de entrada y otro de salida. Dos puertas superpuestas, que solo eran visibles cuando se las invocaba, y cuyas dos caras servían para entrar o salir, diferentemente. Tanto los que salían como los que entraban se encontraban caminando hacia la estación, de manera que los tíos que salían me daban la espalda, mientras delante mío se abría durante unos instantes ese paso.

¿Han leído Harry Potter, verdad? En todo caso seguro que han visto la película, o conocen a alguien que la haya visto o leído. Yo estaba tan enterado como el que más de las hazañas del pequeño mago por que una vez entré en la mente de un adolescente que casi había vivido los tres primeros tomos. ¿Recuerdan cuando Harry atraviesa ese umbral secreto en medio de la calle y se encuentra en medio de un mercado de objetos mágicos? Pues bien, en el sitio donde yo me encontraba, los tenderos también vociferaban intentando vender sus productos, por que aquello también era un mercado mágico.
Sin embargo, como verán, aquello no se parecía en ninguna otra cosa al mercado barriobajero del libro de fantasía. Al contrario de lo que cabría imaginarse, en la mayoría escaparates solían lucir carteles del tipo “Las mas dulces chicas del Ensueño”, “Los ingredientes mágicos para el aliño de Maria Juana”, y “Sonrisas y caramelos de Fantasía”. Tomé nota de este último letrero porque nunca me gusta dejar con mal sabor de boca al hacer una lista de nombres bonitos. Pero como en el primer puesto tenían las prostitutas más irrisorias y roídas, y la segunda trataba de sacar jugo a los restos de droga mas cortada del mundo (y ya que a mi se me revolvieron las tripas tras echar una mirada a una veintena de tiendas más), les diré también que las “Sonrisas y caramelos de fantasía” era en realidad un consorcio de ilusionistas que mostraba a cámara superlenta, como en un holograma que se mantuviera en el aire, el arte de dar la vuelta al cuerpo humano como un abrigo reversible. Lo de dentro fuera. Exteriorizar lo que se lleva en el interior y convertirse en una masa roja informe y temblorosa capaz de mancharlo todo a su paso.
Pensé en quedarme a verlo, pero hoy no estaba de humor. Si quería algo de verdad espeluznante ya tenía suficiente con los programas del corazón que podía ver los escaparates de tiendas de electrodomésticos allí arriba de todo aquello. Así que caminé como si tuviera algo que hacer en cualquier otra parte, hasta salir de aquél lugar. El verdadero Feudo estaba más al fondo de aquel lugar, alejado lo suficiente de los suburbios como para que los sidhe no huelan la miseria que va a existir de todas formas.
Hace algo menos de un siglo, según me enteré después, las autoridades changeling intentaron limpiar un poco el rostro al antaño reputado Feudo Benimaclet. Descartaron desde el principio la idea de dar ayudas gratuitas y, en vez de ello, intentaron separar la suciedad adherida a las cortes. Diseñaron un nuevo modelo de ciudad a la vieja usanza que le daba ese aire característico de los feudos medievales, hechos de círculos en cuyo centro concéntrico se hallaba el señor. Intentaron convertir gradualmente ese centro en un área restringida para gente rica, pero eso sólo funcionó a medias. Más que nada por que la estratificación en clases sociales solo existe a imitación de la raza humana; y a menudo, los disparatados fae no tenían muy claro si querían (acaso porque podían) ser ricos o pobres. El verdadero poder para nosotros es el arte, la emoción, convertirse en leyenda, y ese tipo de cosas que hoy por hoy ya no están unidos al poder adquisitivo.
Yo mismo, algún día, me haré rico solo para vivir una aventura desde ese punto de vista; y cuando eso suceda os pediré, por favor, que no recordéis todo lo que he hecho por desprestigiar la Alta Suciedad.
Me percaté de que ahora la gente a mi alrededor iba vestida con ropas virtualmente mas caras a medida que caminaba, y que la mayoría parecía lo suficientemente sobria para preguntarse porqué yo llevaba máscara. Sin embargo, al contrario de como sucedería en la superficie, aquí una máscara suele ser un medio bastante eficiente para pasar desapercibido y anónimo. Si alguien lleva máscara aquí abajo, mejor dejarlo en paz. Lo mas probable es que se trate de un actor asumiendo el papel de su personaje heroico en la aventura que intentan vivir, alguien que tal vez se crea mas importante o más estético y que en cualquier caso, hay que dejar que siga su camino. La otra posibilidad es que de verdad se trate de alguien a quien mas vale no descubrir. No sería beneficioso para el descubridor ni para el descubierto.
Sabía que una aprensión subliminal me precedía, como si la máscara cabría tuviese su propio aliento enfermizo. Por otra parte, cabía suponer que a los agentes de la ley no les gustaban los enmascarados, así que intenté mantenerme al margen. De todas formas solo quería hacer una pequeña incursión adelantándome a un trabajo que realizaría dos después.
El feudo oculto no debía medir mas de cuatrocientos metros en su diagonal mas larga, y pronto no tuve nada mas que ver excepto la ciudadela interior, protegida por centinelas trolls. Suele ser la corte del sidhe reinante, y ahí se aloja además la Hoguera que alimenta todo el reducto mágico, como un motor de vida, o un corazón que impulsase el maná para protegerlo de este mundo gris. Así que me di la vuelta tratando de predecir las bifurcaciones y escondites del camino hacia la puerta.
Advertí que se estaba formando un corrillo detrás de mí, de un número creciente que ahora rondaba la decena de changelings. Por unos momentos mi mente buscó una técnica adecuada para salir de aquél lugar, usando cualquier tipo de violencia espiritual en caso de ser necesario, pero no fue necesario. La paranoia del momento me hizo olvidar que con toda seguridad se trataría de la venta de un producto especialmente extraño e ilegal. Cuando lo comprendí me sentí un poco mas aliviado, y me obligué a presenciar la reunión popular.
¾Están reorganizándose, estoy seguro. ¾Oí que decía alguien entre dientes, cerca del centro del corrillo. ¾Día a día los veo caminando en grupos como si patrullaran, y piensan encontrar una forma de llevársela. Dicen que era suya desde el principio.
¾Esos mamones siempre han andado como si patrullaran. No saben caminar normal, ¿O es que no lo sabes? Son redcaps.
No sé si habría algún redcap presente, pero si lo había, pasó el comentario por alto. Hablaba un sidhe, y era mejor no meterse con él delante de todo el mundo. Podía tener guardaespaldas.
¾No ¾Volvió el primero. ¾Ya sé que son redcaps, los conozco muy bien. Pero hay algo raro de verdad en este asunto. Planean algo, y eso es algo que no pueden hacer de normal ellos mismos.
La muchedumbre, que dado el debate ya había perdido la curiosidad de comprar nada, asintió con gravedad. Si un sluagh lo decía, algo de verdad habría de haber, y este que hablaba ahora era uno especialmente vetusto.
Por lo general, los sluaghs son la escoria de las cloacas. Son feos, huelen mal, y no acuden a votar a las elecciones generales, así que permanecen escondidos sin nadie que les estorbe. Nadie les hace mucho caso mientras están en sus fosos negros, y ellos se sienten la mar de a gusto con su sentido de inferioridad. Sin embargo saben cosas. Recaban información de allí a de allá, e incluso se murmura que tienen bibliotecas de sabiduría mística.
¾Pues que planeen. El Mestral nunca nos ha hecho nada, y no seremos nosotros los que demos el primer paso. La jodida hacha de guerra quedó enterrada y bien enterrada¾Predicó el sidhe como si recitara alguna parte del antiguo testamento. Pero sus palabras no sonaron muy convincentes y decidió que tampoco debía perder más tiempo con la sucia plebe. Pagó sin pudor algo al mercante y se despidió con un gesto de asco y diplomacia al mismo tiempo.
Así que había una guerra de bandas, o lo podría haber en poco tiempo. Desde luego, tal como había dicho el sidhe, la había habido. Yo iba a trabajar directamente para el Mestral, y sin embargo no sabía nada de esa guerra clandestina que parecía estar cocinándose a fuego lento.
“Es solo un asunto de pacificación”. Había dicho Enric.
Seguí caminando hacia la puerta, con la angustia de no saber lo que pasaría si alguien de allí supiera lo que yo iba a hacer, y entonces tuve una idea. A algunas personas se les suelen ocurrir las agudezas mas brillantes mientras caminan, e incluso les parece que su inteligencia se amplifica y su memoria capta mejor la información al utilizar las piernas. Por mi parte, me temo que el hecho de que yo esté acostumbrado a que así suceda se deba a que suelo estar de pie, caminando aunque no tenga ningún sitio adonde ir. No duermo mucho, y en la barra de los bares el sistema operativo suele comenzar a colgarse después de la quinta litrona.
Busque un blanco fácil, y preparé el karma de forma parecida a como se cree la gente que lo hacen los monjes. Como no encontré a nadie que me pudiera servir a la primera, tuve que forzar un poco el destino, lo cual no es fácil. Retrospectivamente, me doy cuenta de que es uno de mis mayores dones. La suerte apareció delante de mí, caminando de una manera que me era muy familiar. Se giró y comenzó a decirme algo. Yo no entendí las primeras palabras, por que tenía ya preparado el siguiente truco de magia, pero me pareció que iba a preguntarme si tenía un cigarrillo.
Le pensaba transmitir una dosis de tranquilidad para después inhalarle otra de algo parecido a “¿No te sentirás mas a gusto si me cuentas tus problemas?”. Lo he hecho demasiadas veces, usando un detonante simple. Me quité la máscara para que me viera los ojos y que el hechizo hiciera efecto. Sabía que aquello no era arriesgado, por que después no debía recordar nada.
¾Deph! ¾Gritó ella.
Si no hubiera gritado mi nombre en ese instante, yo la habría sumido en aquel estado similar a la hipnosis, me hubiera dado cuenta de lo que pasaba después y hubiera intentado enderezar el asunto de alguna manera, pero aquel chillido me hizo sentir muy confundido, y dudé.
¾¡Deph! ¿Qué haces aquí? ¿Y qué ibas a hacerme?
¾¡Siringa!
Hubo un momento de tensión entre la confusión y la felicidad del encuentro, en el que ella pareció una mejor capacidad de reacción.
¾¡Cuanto tiempo sin verte! ¿Me ibas a matar? ¾Yo, aun aturdido mientras volvía equilibrar el maná en mi cuerpo, no tuve tiempo de responder antes de que ella continuara. ¾Vaya, creo que hoy es la tercera vez que me doy cuenta de que la gente no me aprecia. Me han intentado matar tantas veces... hasta tú lo has intentado un par de ocasiones. Pero ya sabes que a Siringa Llopis no hay quien la coja, ¿Verdad? Pero háblame de ti. La última vez que te vi, estabas metido en algo tan gordo y se te veía tan apesadumbrado, que me cambié de acera. ¡Tengo que reconocer que no me hubiera apetecido hablar mucho con tigo entonces!...
¾¿Qué tú tuviste reparo de hablar? Venga ya. ¾ Si aquella mujer le sobraba algo, eso era charla.
¾Da igual, porque ahora me vas a contar todo lo que pasó, y porqué estás aquí, y porqué me ibas a matar. ¾Dijo alegremente.
¾No te voy a contar nada de aquello ¾le dije amablemente. ¾Y no te iba a matar.
¾¿Porqué no? Sabes que soy una tumba. No le dije a nadie que me enteré de lo que tuviste con Mireia...
¾Siringa, cállate.
¾... Ni que los últimos días todos creíamos que ibas a morir... o algo peor..
¾Hablas demasiado.
¾ ... Y desde luego, muchos pensamos que te ibas a convertir en un... en un...
¾Estoy reconsiderando lo de matarte. Y la última vez te dolió.
¾...En alguien parecido a Lluis. ¾Acabó ella poniéndose seria. Sé que la amenaza de muerte no le importó lo más mínimo.
Los dos nos miramos, y toda la tensión cayó de golpe, dejándome levemente cansado y vacío al recordar.
¾He venido aquí para olvidar todo aquello.
¾¡Oh! Vaya
Intenté sonreír. Ella captó mi esfuerzo e intentó ayudarme desviando la conversación. Le pregunté qué coño hacía ella aquí, pero no la atendí en absoluto. Me dediqué a asentir como si de verdad estuviera interesado. Caminamos mientras hablábamos y yo la llevé a algún sitio donde nadie pudiera verme la cara y reconocerme después.
Estoy seguro de que tanto ella como yo pensábamos solo en los últimos días en casa, pero hizo un enorme esfuerzo por no hablar de ello. En su caso, eso se merecía el mayor premio al esfuerzo, y apunté en algún rincón mental que, cuando fuera rico (solo para vivir una aventura desde ese punto de vista) sacrificaría diez toros en su honor. Cuando terminó de habar, yo sonreí una vez más y le dije:
¾¿Sabes Siringa? Pedí a la Fortuna encontrarme a alguien capaz de contarme la actual situación social de este lugar.
¾Y estuviste apunto de echarme aquel hechizo que le suelta la lengua a uno, ¿Verdad?
¾Más o menos. ¾Vi como sus ojos me transferían un alivio que no supe como interpretar, tal vez porque hacerle eso a ella podría matarla. Ella nació con la lengua demasiado suelta, de manera que se quedaría hablando por los siglos de los siglos.
¾Entonces has acudido a la persona apropiada. ¾Dijo, y yo me sentí un poco como en casa en compañía de aquél ser que la Fortuna trajo conmigo desde Formentera.

Siringa era una muchacha bastante normal. Ni guapa ni fea, ni tampoco mediocre. Era ancha de espaldas, y regalaba ese aliento agradable y femenino que solo se encuentra en los caminos de la rutina, cuando no tienes nada que hacer, ni nadie con quien hablar. En cuanto a su semblante faérico, no supe clasificarla en ningún grupo determinado. O bien había decidido disolverlo, lo cual no quería decir que no poseyera los dones changeling, o bien era tan parecido al semblante mortal que no podía apreciarlo. O quizá ella lo mantuviera oculto. No le di demasiada importancia por que no la tenía en absoluto.
Antes de llegar a Valencia la había visto un par de veces, pero nunca me había parado a hablar en serio con ella. Por lo visto solía venir para visitar a la que fue su familia, y cuando volvía traía regalos a sus amigos. Parecía conocer bastante bien esta zona del planeta, y respecto a la historia de este refugio parecía una enciclopedia hecha a la medida de mis necesidades.
Volví a bajarme la máscara cabría, y la llevé a un lugar lo bastante vacío para que nadie nos oyera y todo el mundo sospechase que traficábamos con algo sucio. Eso suele atraer a curiosos y alertar a legalistas, pero las autoridades tenían mejores cosas que hacer en las corruptas marginalidades de este paraje de fantasía, como mantener ocupados a los curiosos para que no les dieran más trabajo.
Como siempre sucede, los sabios predicaban que nadie sabía a ciencia cierta de cuándo se construyó el Feudo Benimaclet. Por supuesto, nadie tenía ni idea. Pensar que no podría tener más años que la propia estación de metro era en realidad un error, aunque este se encontrara encima y diera acceso al feudo. El espacio abierto en la tierra debajo de la estación no existía en realidad, y su apariencia se debía al mero capricho de sus arquitectos. En realidad, el portal cercano al andén podría llevar a las profundidades excavadas del Tibet, a Marte, o a cualquier reino de fantasía a mitad distancia del Ensueño, pero, en todo caso, solo era accesible desde el portal de la estación Benimaclet. Y eso lo convertía en un Feudo adyacente al Mestral.
Siringa nombró un par más de refugios faéricos cercanos, pero admitió no saber mucho sobre ellos. Además, sabía por mi conducta que la trama de su relato debía centrarse sobre la relación Benimaclet – Mestral, así que bajó el tono de voz para que yo lo entendiera todo, atrapándome en su relato con modulaciones y cambios en la velocidad de narración.
No sé cuánto tiempo pasamos los dos allí, como una madre y un hijo demasiado intrigado como para dormirse. Cuando acabó, se hizo un silencio de respeto y miradas, yo le di las gracias por todo y ambos nos deseamos lo mejor, como si el poder de la narración nos hubiera hermanado olvidando y mutando el pasado. Era ese tipo de magia que viven a veces los humanos, que les hace sonreír bobos al contemplar cualquier tipio de obra, y que ellos mismos no suelen reconocer como tal. Después, como si todo estuviera escrito de antemano, cada uno volvió a lo que teníamos que hacer.
Busqué de nuevo el portal de salida, atajando a cualquiera que deseara interactuar conmigo. Hubo un segundo en el que creí que todo aquello era un error, que yo no debería haber cogido el trabajo y que no debería estar ahí, sintiéndome como un espía con la sensación de algo malo iba a pasar, pero mire mentalmente a otra parte, porque de momento no había nada de lo que preocuparse. Había encontrado un trabajo temporal, y ahora solo había que realizarlo, cobrar, y continuar como si tal cosa.
“¿Qué pasa?” me pregunté. “Si tiene que suceder algo, sucederá. Siempre ocurre, por que si no la gente no tendría nada de que hablar. Pero te estás adelantando al nudo de la historia, y si empiezas así solo conseguirás demostrar que eres un paranoico. Además, deberías dejar un poco de margen al autor de esta historia. ¿Qué otra cosa puedes hacer?”
Dormir. Como decía el proverbio: Si un problema tiene solución ¿Porqué apurarse? Y si no la tiene, de nuevo ¿Por qué apurarse? Me reí un poco de mi mismo y de mis absurdos pensamientos y un poco mas calmado caminé el par de kilómetros casi sin darme cuenta hasta volver al albergue Aventura.



Saturday, January 15, 2005

1. Mestral

1. Mestral
La puerta sonó con un golpe extraño cuando la cerré tras de mí. Supongo que pasa igual con todas las puertas cuando uno se encuentra solo en una casa, como un ruido demasiado grave para ser captado conscientemente por el oído, y que no es más que el quejido de la puerta, que se aprovecha de tu soledad para intimidarte. El problema radicaba en que yo debería estar acostumbrado a ese ruido.
Digamos que hacía algún tiempo que andaba como un nómada buscando cada noche un tejado. No es que lo pasara mal, ni siquiera cuando no lo encontraba, pero hay algo que va creciendo dentro de uno cuando no ve a nadie al que pueda amarrarse. Algo que se manifiesta en cada ruido de cada puerta. Y cuando uno lleva unos litros de alcohol de sobra, la sensación puede susurrarte al oído cosas, voces de amigos que ya no están con nosotros. En cualquier caso, la nube de sobriedad había quedado atrás camino del albergue donde me hospedaba, y mi vieja amiga resaca era todo cuanto tenía yo en ese momento. Me eché en una cama bastante decente, abatido y mareado.
Verán, soy un sátiro.
Dejando de lado las cuestiones físicas, eso quiere decir que la resaca es una fuerza con la que he tenido que trabar mi alianza, como en una relación simbiótica que me ha ayudado infinidad de veces a pensar con claridad. Es cierto que ella tiende a empujar siempre en la misma dirección desesperanzadora, pero el nuevo punto de vista puede despejarte el camino para que veas con más claridad.
Me sentí frío cuando comencé a recordar cómo había llegado allí. A Valencia. A la taberna llamada Mestral. Como si el destino (casi más fuerte que la fuerza impulsora del alcohol) hubiera dirigido cada uno de mis pasos hasta traerme a ese refugio.
Había llegado a Valencia hacía una semana, dejando pasar la mayor parte del tiempo vagabundeando de aquí para allá para acoplarme mejor a mi nuevo hábitat. Los que han viajado lo suficiente saben que el turismo comercial es solo lo que parece: algo superfluo que no tiene nada que ver con el sitio adónde vas. Aparte de las perchas de los hoteles, o los recuerdos con olor a plástico, no absorberán básicamente nada de la esencia de aquel lugar. De manera que yo me dediqué desde el principio a andar de aquí para allá sin tener ningún rumbo fijo. Las calles eran para dormir, y el ocio mi principal ocupación.
Alguien podría pensar que para captar la esencia de la vida de aquel lugar bien me podría poner a trabajar como hace casi todo el mundo, ¿no? Supongo que tendría razón, pero ¿A que casi les convenzo?
El caso es que a los pocos días, empecé a darme cuenta de que mi cara se iba creando un espacio en la memoria de los taberneros del casco antiguo. Y en líneas generales todavía no me asociaban a ningún mal. Verme por primera vez solía inducir primero a la curiosidad antes que la precaución, y era todo lo que necesitaba para entablar un parlamento con los que yo, y solo yo, quería hablar. Traigo patillas de serie, larga y sucia cabellera, perilla de chivo y, pelos aparte, una mirada bastante entrenada. No es que los jefes me invitaran a la primera ronda de alcohol, pero les gustaba ver cuánto era capaz de ingerir antes de caer muerto. Y por eso, créanme, hay gente que paga. Y todo el mundo era feliz.
Ahora, tumbado bocabajo en la cama de una habitación recién alquilada, tuve la sensación de que la dirección de mi vida comenzaba a tomar impulso en una rampa que comenzaba a descender. Tal vez solo era una intuición, pero me gusta pensar que mi intuición es algo más bien infalible. Ya que no logro deshacerme de la sensación de que todo se va a ir al traste, al menos me gusta pensar que tengo razón en eso, y que no es que me estoy volviendo loco. Para mi desgracia, todo se estaba comenzando a hundir de verdad.
Noté el peso de mi sucia mochila gris militar encima de mi, viejos y extraños utensilios clavándoseme en la espalda. Una fina manta, una baraja de cartas, un revolver especialmente grande, como los del salvaje oeste, un matasuegras, una máscara tribal... ni siquiera yo sabía cuantas cosas llevaba encima ni para qué servían todas ellas, pero a veces pienso que en realidad valen mas que yo mismo. Algunos objetos me han salvado la vida varias veces, y a otros los he salvado yo, y me siento responsable de su integridad. Por supuesto, creía no sólo que eran parte de mi vida, sino que un buen detective o un historiador podrían deducir fragmentos de mi historia. Se volverían locos, y probablemente morirían a manos de alguno de esos objetos, pero ellos eran mi testamento. Y de entre todos esos recuerdos el revolver brillaba especialmente, por que era el último recuerdo de otra persona.
Recuerdo que llegué un martes, hacía justamente una semana. Bajé del barco, y me encontré en el puerto, sólo, sin nada que hacer excepto tejerme un vida nueva; Poco después comencé a vagabundear.
No siempre he sido así, en el lugar de donde vengo tenía algo parecido a un oficio, y algo parecido a una familia. Era músico, y aunque no tenía una casa estable, las paredes protectoras hechas de la confianza de mis amigos (y un techo compuesto de besos de mi novia) eran todo cuanto necesitaba. Suena bastante hippie, ¿verdad? Bien, supongo que si alguien coloreara ese estilo hippie con algo de violencia de mafias, obtendría algo parecido a mí.
No añoraba demasiado mi vida pasada. Mis amigos ya no estaban, y el hecho de no ver nada parecido a ellos (a nuestra verdadera naturaleza) en esta parte del mundo me hacía pensar que había despertado de ese extraño sueño.
...Hasta que llegué a Mestral, una taberna normal con una fachada normal y una puerta normal por donde entrar y morirse del susto. Ustedes no están acostumbrados a esas cosas pero tampoco les voy a tratar de dar una preparación argumental; por que no serviría de nada. Aquel local era un refugio de changelings. Hadas, duendes, o como quiera que nos llamen. En la mayoría de casos “gente rara”.


Les dije antes que yo era un sátiro, y es verdad. No verán mis patas de cabra por que yo no quiero las vean, porque no son de este mundo. Si no lo fuera, la gente que pagó por ver cómo el alcohol me tumbaba, me hubiera visto sucumbir ante él. Pero los sátiros vivimos remolcados en el mundo de los excesos: el sexo, las drogas y el rock and rol. Tengo una mitad nada humana. Y por su puesto no soy el único.
Ahora me doy cuenta de que fui el único que se sorprendió cuando entré. Había un nocker conversando con un noble troll de dos metros y medio en la mesa, un poca-liebre corriendo por la barra, diez redcaps intentado dispararle amigablemente con sus 7mm, y una vampira que me miraba desde detrás de la barra. Bien, un vampiro no es un changeling, pero aquella era de los nuestros.
Mestral era un edificio protegido a los ojos de los humanos mediante la técnica más típica y común: Era poco menos que invisible. El garito fue encantado de forma que nadie se fijara en él. Así de sencillo. Si uno se emperraba en contar una a una las casas de aquella calle, no tendría más remedio que encontrarla, pero no vería más que una fachada normal sin nada interesante. Es una cosa que sucede a menudo, y el encantamiento no hace más que forzar más aun esa sensación de “tengo cosas mejores que hacer”.
Por supuesto, los changelings eran inmunes a ese efecto. Lo contrario carecería de sentido, porque nadie entraría y aquella vampira que me miraba desde detrás de la barra no habría hecho ningún negocio.
Así que entré. Esto no lo tenía planeado, aunque de alguna manera había sido muy tonto pensar que no ocurriría. Era un sátiro, un tipo más de hada, y un viaje no iba a cambiar eso.
¾Buenas noches ¾sonó una voz a mi izquierda. Era una centaura adulta, levemente entrada en años, y de momento era la única que había reparado en mí, algo que por lo visto ella estaba apunto de cambiar. ¾¡Eh! A ti no te conozco. ¡Mirad chicos...!
Hubiera querido salir corriendo entonces, pero no hubiera sido una buena manera de empezar. De todas formas aquella mujer-yegua iba tan borracha que nadie le hizo caso, lo que ponía algo de ventaja de mi parte. Me evadí como pude acercándome a la barra entre la multitud mientras ella preguntaba mi nombre a gritos. Me giré para asegurarme que había perdido el interés cuando llegué a la barra, y al mirar de nuevo hacia delante quedé clavado donde estaba. Eran los ojos de la vampira: me estaban examinando. Creo que me hubiera podido tener allí todo el tiempo que hubiera querido. Esa chica no es normal. Después, ella misma continuó con lo que estaba haciendo y yo me quedé plantado allí, sin saber muy bien lo que hacer.
Por desgracia, la situación no duró demasiado. Varios de los redcaps que hasta ahora habían estado disparando al pooka se habían cansado ya del juego, y animados por la centaura venían a jugar con migo. El que parecía el líder, fue el primero en hablarme:
¾Buenas. ¿Estás solo?
¾Bueno, en realidad...
¾Lo decía por que no nos suena tu cara. Así que o no eres de aquí o no eres de los nuestros.
¾¡No, no! Acabo de llegar.
¾¡Oh! ¿Como se llama, señor cabra?
¾Dephro.
¾Dephro ¾Se quedó un momento callado como si pensara. Sé muy bien que un redcap no puede pensar mucho, y que intentaba intimidarme mientras recordaba que es lo que tenía que decir. Lo que decía siempre a los nuevos. Por mi parte, noté como mi revolver se revolvía un segundo en su funda. ¾Perdóname, tengo tics nerviosos y se me van las manos enseguida.
En aquel momento pegó un fuerte manotazo contra la barra riendo. Yo sin embargo permanecí con una cara seria de ¿Y qué?
¾ ¿Y no tienes dinero para arreglar eso? Prueba a respirar hondo. A lo mejor te funciona y dejas de ser el espectáculo del local.
Sentí, tal como me esperaba, el manotazo disparado del redcap en mi hombro.
¾Vaya, qué gracioso, ¿verdad? ¾El resto de su panda, rió también.¾Pues resulta que no. No tengo dinero para arreglar mi pequeño defecto, pero tampoco es algo que quiera cambiar. Creo que este defecto es un don de dios, que me permite arreglar caras como la tuya, tan defectuosa.
Deduje que por las pintas aquél chulo no era cirujano, así que me preparé y le respondí.
¾Tal vez. Dios tiene gustos para todo, pero quitarte la inteligencia a cambio de ese don fue un trato muy injusto. A lo mejor te puso esa enfermedad para que te murieras antes, porque tu cara, ahora que me fijo bien, no es defectuosa como la mía. No, ¾dije volviéndome hacia mi bebida como si lo que explicaba no tuviera ninguna importancia¾ simplemente parece estar mal ordenada.
Vi como su puño salía volando hacia mí justo antes de agacharme. En las películas el gesto de esquivar un puñetazo siempre suele quedar muy limpio, pero la verdad es otra. Yo derramé varios vasos al apartarme, y aun así su puño rozó mis bonitos labios. Otro acceso, en su lado izquierdo, disparó su otra mano hacia mí, convencida de realizar esa operación estética, pero se frenó a un palmo.
No sé si al final se planteó la idea de respirar hondo para calmar sus espasmos, o si fue el tacto de mi revolver en su paquete lo que me salvó.
¾Hay otros métodos para calmar esos tics¾Le dije muy serio mientras hacía le dejaba claro lo que apretaba su ingle. ¾Pero ventilarse los pulmones es menos doloroso. Ahora déjame en paz, joder.
Le empujé lo justo para dejarme fuera de su alcance y que él no se cayera. Tampoco hay que forzar demasiado el orgullo fatal de ningún redcap. Si se hubiera caído le habría provocado un desprestigio y una ira incontenibles. Y aunque no os lo creáis yo no hubiera podido con los diez de su panda.
El redcap me miró por última vez a los ojos y soltó una maldición entre dientes. Para mi alivio no fue una maldición de verdad, sino una de las que dejan los contrincantes en tablas. Su pandilla rió de nuevo, aunque no sé muy bien de quién, y siguieron disparando al pooka.
Nunca conseguirían darle. Aquella liebre tenía talento.


Me desperecé en la cama, aunque no había dormido nada en absoluto ocupado en memorizar la escena del Mestral. Tuve suerte, si pese a todo el redcap hubiera decidido cambiarme la cara, mi revolver (que, recordé, no era mío) no hubiera servido de nada. Solo era un recuerdo, y ni siquiera funcionaba. Tampoco sé usar las armas de fuego.
Dejando mi pequeña hazaña aparte, mi visita hubiera resultado infructuosa de no ser por lo que pasó a continuación. Era eso lo que me mantenía despierto a estas horas. Lo que trataba aun de asimilar.
La centaura estaba durmiendo, y yo le pedí aguardiente con aguarrás a la camarera. Por el sabor me imaginé que la vampira, cuyo nombre me había propuesto obtener aquella noche, se había olvidado del primer ingrediente, pero no me importó mucho.
¾Morwen.
¾¿Qué? ¾Le pregunté a la camarera cuando acabé de tragar.
¾Me llamo Morwen, igual que la hermana del rey Arturo. Y esa, la centaura, es Arna.
¾Ah. ¾respondí como un bobo¾Yo...
¾Tú eres Dephro. ¾Interesante, primero adivinaba que yo quería saber su nombre y ahora adivinaba el mío, pensé con cara de bobo. Una vampira interesante. ¾Lo oí cuando se lo decías a Kamova, el redcap.
Mirar sus ojos era quedar prendido de ella. Le hubiera podido suceder a cualquiera, pero sobre todo a un sátiro.
¾Ah. ¾respondí por último, dando sentido a la palabra bobo. Sin embargo, creo que la chupasangre debió de ver algo interesante en mí, dada la escena que acababa de protagonizar. También es posible que ella se haya acostumbrado a que la gente la mire con esa cara que yo puse, y en verdad no le importó. ¾Vine hace muy poco a Valencia, y no sabía nada de este refugio.
¾No somos muchos, y pronto conocerás a todos los nuestros. ¿Tienes ya algún trabajo estable aquí?
¾Sé buscarme yo mismo la vida sin necesidad de que nadie me contrate. ¿Le preguntas todo esto a todos los que vienen por prime...?.
¾Entonces serás perfecto. Andamos escasos de trabajadores.
¾¿Pretende que me convierta en su camarero? ¿Tengo pinta de eso? ¾Espeté, aunque hubiera estado dispuesto a aceptar el empleo.
¾¿Sabes algún truco más a parte del de sacarte ese revolver encasquillado? ¾Dijo en voz baja, ignorando mi pregunta. Yo tampoco respondí a la suya. ¾Ven con migo. Formalizaremos el contrato detrás, en la rebotica.
Eso es diligencia, pensé, y me levanté imaginando cómo se alzaría un barman con clase. Afortunadamente no había nadie mirando hacia donde nosotros estábamos.
La rebotica era un el lugar de penumbras y aire viciado que debía ser, como lo son todas las trastiendas, sin nada más interesante que los productos alineados que esperan ser consumidos o vendidos en el negocio. Una cama plegable y una mesa con algo de comida. Pero no nos quedamos allí. Morwen hizo un gesto con las manos y con la cara y entonces vi que se abría otra puerta en la pared. Y de nuevo, ella delante y yo siguiendo sus curvas más que las del camino, llegamos a la verdadera rebotica.
Esta no era ningún lugar de polvo y sombras, sino un lugar bien iluminado. También había una mesa, pero era el tablero de dos personas que jugaban a dados mientras fumaban puro. Vaya tópico.
¾¡Vaya! ¾Exclamó el más bajo al verme ¾¿Y quién es este?
¾Enric, Olo, os presento a Dephro. Dephro, estos son mis otros encargados.
¾¿Encargados? Vaya chorrada. ¿Cuánto tiempo hace que no nos llamas así, señorita? ¾Habló de nuevo Enric. Olía a la vana perfección de los nockers, pero de momento me tendió una mano.
¾Bona nit, Dephro. ¾Saludó haciendo con una sutil reverencia Olo. Este era el menos bajito. En realidad debía medir unos dos metros y medio y tenía todas las pintas de un noble troll.
¾A este paso sí que voy a conocer pronto a todos los vuestros. ¾Bromeé. ¾Encantado de conoceros. ¿Cuándo empiezo a trabajar? ¿Y qué recibiré a cambio...?
El troll y el nocker alzaron un segundo las cejas, pero la sorpresa cambió rápidamente a sonrisa cómplice. Me di cuenta demasiado tarde de que aquellos dos no tenían pinta de camareros.
¾Empezarás a trabajar cuando te lo digamos nosotros; cuando todo esté a punto. Y recibirás... Bueno, si lo haces bien creo que podrías conseguir lo que quisieras. ¾Dijo Enric.
¾¿No le has dicho en qué consiste su trabajo, verdad Morwen?
¾Esperaba que lo hicierais vosotros. ¾Dijo, y un segundo antes de dejarme a solas con aquellos dos añadió ¾Es el hombre que buscáis. ¾Y me guiñó un ojo.

Efectivamente, el trabajo no consistía en servir a la clientela faérica del Mestral. No por primera vez, lo que me pedían era que hiciera de matón, escoltando las espaldas de Enric cuando los dos llegáramos a Benimaclet.
Eso era todo: proteger a Enric a ciegas. Me estremecí en mi cama mientras recordaba sus palabras. Era todo lo que debía hacer.
Yo ya había conocido bastantes nockers como para saber cómo son. Cómo piensan, como trabajan, la forma en que trabajaban estoicamente para conseguir sus objetivos guardando un pulcra profesionalidad y elegancia. Por mi parte no eran más que pedantes obsesionados. Normalmente su universo se reducía a inventar artefactos o ser más brillantes que el resto y después, acto indispensable, dejar bien claro que el resto son lombrices inferiores.
Enric parecía tener los bordes de esa arrogancia apenas limados por el trabajo en equipo, pero sabía que yo tenía que entender bien el plan (lo poco que yo debía saber del plan) y no podía entretenerse en dejarme por los suelos.
Leyendo entre líneas adiviné dos cosas: una, que se trataba de un asunto bastante sucio, muy probablemente un asunto de negocios. Y dos: Esa suciedad era de sangre. Teóricamente, yo era su empleado perfecto por que a mi no me conocían, y nadie tenía porqué dispararme. Me dijeron que estuviera preparado para cualquier cosa, pero que principalmente era un asunto de pacificación. Las palabras del nocker me sonaron bastante sensatas pero, por si acaso, me encomendé al mismo Pan, padre de todos los sátiros.
Pensarán que fui un descerebrado al aceptar la oferta. Teniendo en cuenta que, como ya he dicho, nunca aprendí a usar las armas de fuego, pensarán que mi contrato era un suicidio. Hoy debo reconocer que lo fue, pero entonces creí en el plan de Enric... y en el dinero que me ofreció. Además, tengo que decir que no iría desarmado para la ocasión, auque no sería ningún revolver lo que me salvaría la vida. Ni siquiera ningún arma física. Soy un changeling, ¿recuerdan? Y los tipos raros como los changelings, mitad humanos mitad hadas solemos tener nuestros propios métodos.
¾¿Y si el plan falla? ¾Pregunté por si las moscas.
¾Estará asumido. Sólo acompáñame e intenta que no ocurra nada. Y si al final ocurre, intenta que yo no salga demasiado mal parado. Si no te rajas en el último momento, recibirás el pago de tu pequeña gesta heroica.
Al menos el plan no consistía directamente en liquidar a nadie. El trabajo se realizaría en tres días y, después de todo, la suciedad del asunto no tendría por que manchar el resto de mi vida. En un último esfuerzo por ampliar mi información, me enteré de que el lugar de trabajo era una estación metro cercana llamada Benimaclet, otro feudo quimérico como Mestral.
Después de eso, tomé unos tragos más en la barra y me dispuse a buscar algún sitio más seguro que la calle para dormir. No porque pronto tendría dinero para pagarlo, si no por que mi poco sentido cabrío me decía que no me vendría mal tener algún sitio de verdad para esconderme. Solo por si el plan no funcionaba como debiera.
Deambulé por las calles hasta que encontré un lugar que ostentaba el inspirador y lírico nombre de “Tienda aventura”. Era uno de esos que se llenan de guiris y scouts en las épocas de campismo. El tipo que estaba tras el mostrador llevaba una barba descuidada e irregular de una semana, y un cuerpo ancho aunque sin musculación. Probablemente sería un universitario. A los que se hospedaban aquí, sin embargo les bastaba con eso para sentirse más seguros en una de las zonas más conflictivas de la ciudad. Le di diez euros.
Mi habitación estaba en el cuarto piso, era pequeña y el aire olía a polvo y lejía, pero tenía una cama bastante decente. Después de dormir en la calle una semana, la cama podría haber sido de clavos, como las que usan los fakires y los yakas, y a mí me hubiera seguida sabiendo a gloria. Me tumbé sin más, y me dediqué a medir en grados el giro que había tomado (de nuevo) mi vida.


Introducción

La calle era ese lugar para la soledad de las altas horas de la noche. Unos cuantos jirones de nubes, iluminados por la luna menguante, se asomaban por encima del casco antiguo de la ciudad. El viento era poco más que un aliento mortecino y rutinario encargado de mover la basura de un sitio para otro. A lo lejos pareció oírse un ruido parecido a música y, en resumen, todo era como seguirá siendo por los siglos a esas horas.
Garfio, engalanado en uno de sus peores uniformes, permanecía inmutable contra la farola. Aspiró una última calada de cigarrillo y miró la calle como solo el vil capitán pirata sabía hacer. No había telón de fondo de escenario más que las fachadas de las tiendas del siglo XXI detrás de él. No más rugidos de batalla que los pronunciados por el alcohol y la nostalgia en un garito a media distancia. Tiró el camels al suelo y se volvió hacia la oscuridad creciente a sus espaldas.
Hay cosas para las que cierta gente no envejecía, pensó. La buena música o los momentos previos la violencia eran cosas en las que uno se magnificaba ante los demás como perro viejo, que no dejan de inspirarte una y otra vez.
La Vieja Guardia a sus ordenes permanecía detrás suyo, tan fantasmagórica como siempre y, en cierto sentido, otorgando cierto respeto al nombre de un pirata de cuento. Diez hombres, no tan diferentes en cierto modo, algunos con familia, alimentados por la leyenda que solían generar a su espalda. Llovería olvido en alguna parte de la ciudad, o puede que se inundara de gris, pero ellos seguirían en sus trece, transmitiendo aquel honor tan pasado de moda. En pocos minutos actuarían como meros vándalos, o como soldados de élite, lo que venía a ser lo mismo. El garito, con un rótulo enorme de MESTRAL, y parecido a cualquier otro garito, despertaba en ellos una sensación de haber sido utilizados, algo que Garfio, al frente de aquél escuadrón, sabía perfectamente.
¾Que sea por la Joya esta vez. ¾susurró uno de ellos. Aferraba una lanza con fuerza, y esperaba que su capitán les diera la señal. Él le dio ese gusto, y sus hombres comenzaron a desplegarse.
¾Por el Feudo y por Nieninkwe.
Una sonrisa malévola surgió del rostro de Garfio a la par que dos esferas brillantes, una amarilla brillante y otra verde, parecían ser creadas a partir de la nada en sus palmas. Todo un espectáculo de luz y color, sólo para ustedes, para darles un poco de muerte. Lanzó la primera con sutileza observando como atravesaba los cristales sin romperlos. Dentro se hizo el silencio y entonces, como sí todo estuviera escrito y no se necesitara pensar para realizar la escena, las armas comenzaron a rugir su incomprensión.
Dos Guardias entraron haciendo el máximo ruido posible por la ventana a la izquierda de la puerta, y dos más esperaban detrás de la misma para que los que estaban originalmente dentro salieran. Tres se habían subido al tejado y habían ignorado las lecciones de física para atravesarlo y colarse dentro y blandir sus lanzas en una carga extraña. Los tres restantes debían dedicarse a sembrar confusión con efectos tan divertidos como transformar sus rostros en los de los clientes normales de la taberna, mientras los verdaderos iban convirtiéndose gradualmente en manchas de biología y órganos desaprovechados.
La mayoría, sin embrago prefirió quedarse, incluso cuando la sangre comenzó a manchar el inmueble.
Algo de agonía se coló por debajo de la puerta, que había vuelto a cerrarse acogiéndolos a todos en el baile. Para sorpresa de Garfio, un parte de esos gruñidos provenía de gargantas de sus soldados, pero a esas horas ya no podía hacer mucho por ayudarles. Tampoco era importante. Sí él conseguía su objetivo, el resto serían hechos secundarios, riesgos colaterales necesarios.
En los pocos minutos que duró, la batalla era un retrógrado espectáculo de cómo los clientes del Mestral en mayoría numérica, comenzaban a tomar sus posiciones y a detener los golpes. No vendrían perezosos policías urbanos para patrullar por allí, ni confirmar ningún aviso de ruidos por parte de ningún vecino.
Nadie vendría mas tarde.
Silencio, cuando todo el mundo estuvo demasiado muerto en aquel local valenciano.
Más silencio.
Escondida a los ojos de los humanos durante todo el tiempo, Mestral se convirtió en un sitio de miradas expectantes desde dentro, asfixiada en un silencio artificial que evaluaba las bajas.
Silencio.