Sunday, January 30, 2005

3. Enric

3.- Enric

El día del trabajo decidí parecer especialmente tranquilo. Intenté darme esa soltura cínica del profesional mientras me tomaba aquel café.
Nunca he vivido en una misma casa durante mucho tiempo ni he tenido un trabajo estable, pero tampoco he sido siempre tan estrictamente pobre. Al menos, antes me estimaba lo suficiente a mi mismo como para empezar el día con un café y no con una cerveza. Ahora ese recuerdo me pareció ajeno. De una vida anterior, como mucho, o como si todo eso hubiese sucedido en un sueño con una playa al fondo.
Yo mismo hacía el café para Súle, para Lluís y para mí y lo ponía en una cantimplora que bebíamos sentados sobre los rompeolas. Teníamos todo el tiempo del mundo para nosotros, y nos alegrábamos de tener incluso nuestras complicaciones, porque eso significaba que podíamos caer más hondo, que teníamos interés por seguir hacia delante. Súle se quejaba por la arena, y a veces añoraba otras tierras y tocaba la guitarra. Lluís era un pistolero del extraño oeste, y por supuesto actuaba en todo momento como tal. Yo les decía que la vida estaba para follar y beber, así que también interpretaba bastante bien mi papel de sátiro en el grupo.
En esa época me sentía como una especie de sacerdote impetuoso, utilizando mis dones como si me los hubiera otorgado un dios del caos que no estuviera conforme con las leyes físicas inamovibles de este mundo. Las balas de Lluís silbaban letales y las pocas veces que él no acertaba a su objetivo yo hacía que el objetivo acertara a ponerse en la trayectoria de la bala. Éramos un equipo, y nos sentíamos llenos.
Ahora, mientras sorbía el café en la taberna llamada Mestral, eché de menos ese sabor a brisa marina de Formentera. Los chicos malos de la taberna acababan de entrar cuando me terminé la taza. Reconocí a Kamova, el redcap de los tics nerviosos, y ambos nos dedicamos nuestras miradas de desafío. Volvió la cabeza enseguida, antes de que el resto de la banda reparará en mí. No creo que tuviese miedo de mí en aquella ocasión, pero dejó nuestra afrenta para otro día. Tal como me enteré mas tarde, no le convenía arriesgarse a perder otro partido.
Si uno se fijaba lo suficiente, cualquiera podía advertir que aquel personaje voraz, no más fuerte pero sí más carismático que el resto de los redcaps, se encontraba algo incomodo en su propio caminar. Parecía como si estuviera comenzando a perder la confianza en sí mismo. Sus hermanos de batalla aún se reían estúpidamente con él y le seguían, pero temía que esa debilidad que había comenzado a brotarle se hiciera demasiado visible. Recorrieron la barra con la mirada, supuse que buscando a su juguete favorito, pero la liebre no estaba, y se vieron limitados y obligados al fanfarroneo más estúpido.
Morwen, la camarera vampírica estrella del local, estaba allí cerca, leyendo con entusiasmo un libro. Bueno, supongo que eso no es normal. Cuando pienso en obreros, me los imagino con los pantalones medio bajados, y cuando pienso en políticos sólo se me ocurren seres programados para hacerse fotos con el ceño fruncido. Pero si la camarera se alimentaba de sangre por las noches antes de dormir en el ataúd, supongo que el hecho de que leyera se convertía en un detalle menor.
Me levanté de la mesa y me acerqué a la barra.
¾Salud ¾dijo con una sonrisa sincera y pícara.
Yo solía dar los buenos días con un buen eructo mañanero cuando de verdad me sentía bien allá en la muy lejana Formentera. Súle, que pese a todo no había nacido para vivir de okupa, me solía contestar “Jesús”. Todos reíamos un poco por dentro, y recuperábamos nuestra estresante actividad de no hacer nada allí donde la dejamos el día anterior.
Yo la saludé reteniendo la bolsa de aire en mi garganta, pero por extraño que pareciese, a Dephro el sátiro no se le ocurría nada para comenzar una conversación coherente. Siempre me he considerado un camelador, un poeta recurrente, pero por lo visto con las vampiras mi magia perdía cualquier crédito.
Me hizo una señal, y entré sólo hacia la trastienda oscura. De nuevo, el cuarto me pareció lleno de humo e intriga, como uno de esos despachos mugrientos con una mesa llena de papeles y un flexo de los detectives de los años treinta. Enric descansaba en una butaca oculta en un rincón, y me lanzó una mirada infalible. Me hubiera gustado saber lo que de verdad pasaba por la mente de aquel nocker. De hecho, durante toda la siguiente semana me seguí preguntando qué pasó por la mente de aquel ser cuando yo entré y él me metía ciento cincuenta euros en el bolsillo. No me preguntó de nuevo si yo estaba preparado, y las explicaciones fueron de nuevo sorprendentemente mínimas. Me preguntó si quería algún arma, y yo le respondí que tal vez algo de suerte. Tal como yo esperaba, él no tenía nada de suerte en los bolsillos, y me tuve que conformar con respirar varias veces para conseguirme de forma gratuita algo de paz interior.
Yo bebía rondar alrededor de él cuando ambos entráramos en Benimaclet, presumiblemente de incógnito, y ser su ángel de la guarda hasta que él llegara a una sala de la ciudadela. Allí él dialogaría, o realizaría las acciones que debiera realizar, para después volver por donde vinimos.
Debí decirle entonces que en mi extenso currículo no figuraba el de guardaespaldas, pero por supuesto él ya se lo figuraba. Una vez ayudé a Lluís a dar caza a un hombre lobo, y otra lo rescaté un segundo antes de que un grupo de magos lo convirtieran en Esencia mágica. Esto en cambio era algo diferente. Creí que Enric debía saberlo, pero no tuve el coraje de decírselo.
Fuimos caminando hacia Benimaclet. Cuando llegamos a las vías del tranvía, y por fin a la parada, él dijo que nos esperábamos, y así hicimos. Cuando llegó la máquina y paró delante de nosotros, descargó a la mayor parte de los mancebos estudiantiles, y nosotros nos dejamos llevar por esa corriente humana. Eran las cinco de la tarde, pero el cielo parecía empezar a oscurecerse y a refrescar como si fuera mucho mas tarde. Bajé la mirada bajé los escalones con Enric, concienciado ya de que no podía mirarlo directamente a la cara. No nos conocíamos de nada. Él debía saber que seguramente yo podría haberle hablado, pero eso no hubiera cambiado nada. Cuando una persona actúa de guardaespaldas, el que se lo va a cargar lo suele saber. Los salvaguardias de paisano listos saben que no podrán parar el tiro desde cualquier ángulo, y saben que han de contar con que el asesino les conoce. Sabe que estás ahí. “Pero piénsatelo dos veces antes de apretar el gatillo. ¿De verdad vale la pena? Yo también voy a saber quién eres. Lo tengo todo controlado. E incluso cuento con que dispares, por que entonces tendré alguna excusa para joderte. Si crees que, pese a todo, habrá valido la pena, yo te enseñaré que te has equivocado de víctima, o que tu jefe se tiraba a tu mujer. Y si no, lo haré yo mismo. No vayas a creerte que eres el único que naciste sin escrúpulos.”
No teníamos billetes, así pensé que Enric iba a hechizar al agente de metro al lado de las puertas automáticas de acceso a los andenes, pero creo que no lo hizo. Desde luego, de hacerlo fue mucho más sutil que yo a la hora de forzar la suerte, pero desde mi punto de vista, la mayoría de funcionarios carecen de verdadero interés como para fijarse en la gente que se cuela en puertas automáticas. Una vez abajo, el metro tardó alrededor de un minuto en llegar, y nosotros hicimos nuestra interpretación individual acerca de cómo perder un tren de la forma correcta. Entonces nos dirigimos al túnel pese a la gente del otro lado del apeadero, y de nuevo confié en la oscuridad y en mi sortilegio de “ojos velados” para que nadie, ni siquiera Enric, reparase más en mí.
El portal se abrió cuando debía abrirse, y él fue el primero que entró. Yo podría haber salido corriendo de aquel lugar con mi dinero en el bolsillo, pero entré tras él.

Lluís, el pistolero cuya pistola reposaba ahora en mi mochila, era un nocker. Era tan nocker como Enric, lo cual se me antojaba ahora una gilipollez. Hacía mucho tiempo que no pensaba en él intencionadamente, y así hubiera seguido siendo de no ser por Siringa.
Viento sobre la arena de playa.
Bolsas blancas de plástico que danzan al son de ese viento, que parece no parar de susurrar en los recovecos de la tierra. Que esparce un poco más de la brisa marina a la que habíamos dado forma de sueños tantas veces. Pero él ya no estaba. Y la brisa ahora soplaba igual y diferente a como lo hacía antes.
¿Porqué hay tantas comparaciones para reflejar lo vacío que se siente uno en estas ocasiones?

El mercado en la periferia apareció de nuevo a nuestro alrededor. Esta vez alguien entró muy pocos segundos después de que lo hiciera yo, y tuve que apartarme para que no me adelantara por encima. Por supuesto, el ojos velados surtía efecto, y yo no hubiera tenido ningún derecho de quejarme de la falta de consideración de la gente que me rodeaba. Bien pensado, tampoco me hubiera ofrecido nadie ninguna manzana para que la probara aunque pudieran percibirme, así que la falta de consideración era mutua. Le dediqué algún que otro insulto mentalmente y seguí adelante.
Caminamos deprisa hacia la ciudadela. Si alguien se había fijado en nosotros, yo no conseguí distinguirlo. La calle acababa en una plazoleta presidida por la puerta real, que se alzaba aparentemente unos cinco o seis metros. Algo relacionado con la percepción y las dimensiones de la realidad me hizo entender que en realidad se trataba de toda una filigrana quimérica más que real, pero tampoco me entretuve más tiempo allí. Había gente por todos lados. Gente que hacía cosas, que vendía que gritaba o que simplemente parecía dedicarse a hacerme mi tarea más difícil. Vi a alguien potencialmente peligroso, haciendo malabarismos con cuchillos. Si uno de aquellos cuchillos hubiera salido despedido hacia Enric, yo lo habría desviado de una docena de formas posibles. Tal vez incluso habría podido hacer que aquel malabarista nunca lo hubiera arrojado. Entonces vi a Siringa.
¾¡Dephro!¾sonó alegremente esa vocecilla.
Existe una reacción muy humana mediante la cual si un sujeto pronuncia el nombre de otro de una forma lo suficientemente cómplice, el sujeto nominado no puede hacer otra cosa que sonreírle a modo de saludo. Aquella voz fue tan femenina y tan familiar que no pude dejar de girarme hacia ella. Me giré de nuevo hacia la multitud, y durante unos instantes no encontré a nadie. Tampoco encontré aire respirable.
En aquel momento sonó el disparo, y yo me revolví entre la multitud como la peor bestia quimérica creada o por crear, pero antes de que yo llegue, suenan dos disparos más. Cuando llegué a donde él estaba, tan solo vi un cuerpo que parecía haber decidido echarse una siesta sin pensárselo dos veces.
Debía de ser eso. Las manchas rojas en su pecho y costado deberían haber sido vino, o keptchup o sangre de otra persona.
No me agaché hacia él. No hubo últimas palabras. No hubo parlamento de pacificación. Tampoco hubo una pena real.
Tan solo aquella bala que ni siquiera alteró el volumen de la masa de gente que hacía cosas, que vendía que gritaba o que simplemente parecía dedicarse a hacerme mi tarea más difícil.
Enric descansaba a pocos pasos de la puerta de la ciudadela, con los ojos abiertos. Con los ojos de Lluís, abiertos en una mirada solemne. Enric tenía los ojos de Lluís.
Salí de aquel lugar. De nuevo me sentí ajeno a todo. Un poco más vacío de lo normal. De haber habido agentes de servicio, me habrían tenido que identificar o bloquear el paso, pero no los había y de haberlos no hubieran podido retener a la veintena de changelings que comenzaban a desalojar el local.

Hace mucho tiempo, a algún artesano sobresaliente de la época se le ocurrió crear una joya. Las historias discrepan entre sí, y algunos dicen que se trataba de un artefacto. Como el científico era más amigo de los consumidos clientes del Mestral que de ningún otro feudo, el objeto reposó durante algún tiempo en aquel lugar, y el Señor de entonces le dio un nombre propio, la Presea, y decidió convertirlo en un símbolo.
En aquella época los interesados y los belicistas de los feudos de Valencia no habían encontrado ninguna excusa para descargar las tensiones entre sí, pero cuando el gobernante del Mestral murió, a alguien se le ocurrió la brillante idea de hacer un traspaso de bienes, y la Presea fue a parar a las manos de la aristocracia de Benimaclet.
Hubieron guerras, claro está, y todos se pudieron odiar y matar en paz sin que nadie se hiciera profundas preguntas acerca de los detalles y las causas, y cuando toda esta energía se fue consumiendo, fue la hora de los románticos de la historia. Los que tejieron leyendas a partir de deshilachadas escaramuzas urbanas, y dieron forma a los símbolos para que el Mestral y Benimaclet no pudieran abrazarse sin encontrar alguna espina con la que pincharse.
Los mitos, de la misma manera que el arte, tienen esa característica. Renacen continuamente de sus cenizas porque siempre hay alguien dispuesto a avivar esas llamas.
Por lo que yo sabía, Enric podría haber sido la clave para encontrar una solución más o menos fiable y duradera al conflicto, o podría haber sido un detonante más de aquella vendetta. En todo caso, yo creí en él, y no me cupo ninguna duda de pese a su arrogancia era un hombre bueno, y que los malos debían ser los que le habían dado muerte.
Sin embargo, yo corrí a refugiarme en cualquier parte. No vomité, pero eso me hubiera venido bien. Cuando tras un breve y jadeante alto en el camino resolví que ni el alcohol ni mi amiga María Juana eran una escapatoria muy segura, decidí dirigirme hacia el albergue campista. Saludé solo mentalmente al trabajador temporal de entrada y subí corriendo para encerrarme y pensar.
Había una cosa.
Yo había matado a gente antes. Había catado el dolor moral y físico, y esto no me afectó tanto como pudiera parecer, pero había algo, y yo sabía lo que era. Los ojos de Lluís y los de Enric. No eran los mismos, pero... ¿Cómo explicarlo? Yo sí que lo era. Y pese a todo decidí escapar. “A la mierda”, pensé. “A la mierda con los fantasmas, Lluís, estás muerto ¿recuerdas?”. Nadie respondió. Irónicamente, de haber muerto de una forma normal Lluís habría podido contestar haciendo un enorme esfuerzo, porque mientras el fae es inmortal, los cuerpos que parasita son finitos. Y yo sabía que estaba muerto.
Pocas horas después me preparaba para marcharme. No sabía dónde, pero tenía dinero para comprar un billete hacia el paraíso. Pensé que podría ir hacia el norte, y tal vez comprarme ropa nueva y hacerme una vida. Deshacerme de bolígrafos que no funcionan y tener una vida decente son cosas que nunca se me habían dado demasiado bien.
Alguien llamó con dos nítidos golpes a la puerta, y una voz gélida me llamó desde el otro lado, arrebatándome aquellos sueños. Para entonces yo había recogido mis escasas pertenencias abocadas por la habitación, y me hallaba sentado en el suelo con la espalda en la pared.
¾Sé que estás ahí, Dephro. Abre por favor, soy la camarera de tu bar favorito.
Me quedé un par de segundos en silencio. Por lo visto, mi viaje y mi vida digna iban a tener que posponerse un poco más.





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